27 de septiembre de 2010

"Nocturnos" de Kazuo Ishiguro













La mañana que vi a Tony Gardner entre los turistas,
la primavera acababa de llegar a Venecia. Llevábamos
ya una semana trabajando fuera, en la piazza, un
alivio, si se me permite decirlo, después de tantas horas
tocando en el cargado ambiente del café, cortando
el paso a los clientes que querían utilizar la escalera.
Soplaba la brisa aquella mañana, los toldos se hinchaban
y aleteaban a nuestro alrededor, todos nos sentíamos
un poco más animados y frescos, y supongo que
se notó en nuestra música.

Pero aquí estoy yo, hablando como si fuera un
miembro habitual de la banda. En realidad, soy un
«zíngaro», como nos llaman los demás músicos, uno
de los tipos que rondan por la piazza, en espera de que
cualquiera de las tres orquestas de los cafés nos necesiten.
Casi siempre toco aquí, en el Caffe` Lavena, pero
si la tarde se anima puedo actuar con los chicos del
Quadri, ir al Florian y luego cruzar otra vez la plaza
para volver al Lavena. Me llevo muy bien con todos
–también con los camareros– y en cualquier otra ciudad
ya me habrían dado un puesto fijo. Pero en este
lugar, obsesionado por la tradición y el pasado, todo
está al revés. En cualquier otro sitio, ser guitarrista sería
una ventaja. Pero ¿aquí? ¡Un guitarrista! Los gerentes
de los cafés se ponen nerviosos. Es demasiado moderno,
a los turistas no les gustaría. En otoño del año
pasado compré un antiguo modelo de jazz, con el orificio
ovalado, un instrumento que habría podido tocar
Django Reinhardt, de modo que era imposible
que me confundieran con un roquero. El detalle facilitó
un poco las cosas, pero a los gerentes de los cafés
sigue sin gustarles. La cuestión es que si eres guitarrista,
aunque seas Joe Pass, no te dan un trabajo fijo en
esta plaza.

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